La Prensa Gráfica + Museo MARTE

La erupción del volcán Ilamatepec en Santa Ana en 2005 nos recuerda que habitamos un territorio de volcanes que, más allá de su impresionante belleza, sigue siendo exótico y peligrosamente activo. Esta dualidad de asombro y amenaza ya la captó Theodorus de Bry en 1560, cuando representó la región de los Izalcos rodeada de conos humeantes que escupen lava y ceniza. En su grabado, Bry combina paisajes volcánicos con criaturas fantásticas —desde unicornios hasta bestias tenebrosas—, evidenciando la mirada colonial que veía nuestras tierras como un espacio tan maravilloso como letal.

La fotografía de la aplanadora en forma de tren, y la imagen de los fundadores de La Prensa Gráfica junto a la maquinaria de imprenta evocan, a inicios del siglo XX, una visión idealizada del progreso y el trabajo: el hierro y el vapor como símbolos de modernización. De modo similar, en el cuadro “Vendedoras de flores” de Ana Julia Álvarez, las mujeres aparecen impecablemente vestidas y maquilladas, con canastos rebosantes de flores pero ligeros y vestidos sin desgaste. Tanto en las fotografías como en la pintura, se construye una escena del trabajo y del desarrollo teñida de estética pulcra, donde la realidad del esfuerzo queda idealizada visualmente.

La fotografía documenta al general Maximiliano Hernández Martínez en 1935, premiando a un atleta durante los Juegos Centroamericanos y del Caribe de ese año, mientras que Noé Canjura plasmó en El crucificado (1943) la herida abierta de la matanza indígena de 1932, que consolidó a Martínez en el poder. En la pintura, un indígena crucificado en un árbol evoca el sufrimiento y el sacrificio de campesinos e indígenas; en la fotografía, se observa al general Martínez entregando una medalla en los Juegos Centroamericanos de 1935. Juntas, la imagen y la obra ofrecen una contradicción: la celebración a los deportistas en 1935 y la matanza de 1932 evidencian las contradicciones de este periodo histórico, que estuvo marcado por avances y retrocesos, inaugurando la era de los gobiernos militares en El Salvador.

El cine Regis, ubicado en el Barrio San Jacinto, fue un edificio emblemático de los años sesenta, una época de bonanza económica impulsada por el auge del café y la creación de la ODECA en los años cincuenta. Este crecimiento no solo se reflejó en el florecimiento de salas de cine, sino también en la construcción de parques, balnearios y monumentos públicos, como el Monumento a la Libertad —o de la Constitución— de Francisco Zúñiga, cuyos bocetos se exhiben en “Trópico Telúrico”. Estos son parte de una serie de obras que evidencian cómo las condiciones políticas, sociales y económicas afectaron las estéticas y moldearon la iconografía en esa época. En el caso de la obra de Zúñiga, la patria personificada como una mujer con bandera en la mano y un militar junto a figuras de un hombre trabajador, una mujer y un niño, integran un conjunto escultórico que testimonia la interdependencia entre contexto y creación artística, reflejando además la estrecha relación entre poder militar y creación artística.

La Guerra de las Cien Horas, o “Guerra del Fútbol” (1969), enfrentó a El Salvador y Honduras, desatando expulsiones y retornos forzados de salvadoreños que vivían en Honduras y Hondureños que vivían en El Salvador, fracturando la ODECA, cuyo propósito era fomentar el comercio y la cooperación regional. Las fotografías del archivo de La Prensa Gráfica documentan esta odisea, mientras que la obra La Fuga (1970) de Julia Díaz captura la urgencia y el drama de quienes tuvieron que abandonar sus hogares en aquel instante. Ambas imágenes no solo registran los hechos, sino que transmiten la tensión emocional y el desarraigo que definieron aquel conflicto.

La obra de Roberto Galicia despliega un paisaje que revela capas ocultas de nuestra historia: las líneas superpuestas sobre la pirámide funcionan como fracturas del territorio, símbolos de narrativas solapadas y de pasados marcados por la apropiación y la pérdida de tierras. El militar, de espaldas y sin rostro, pero apuntando su arma a la bandera, encarna ese gesto ambiguo de respeto y amenaza, recordándonos cómo el poder bélico ha defendido —y a veces impuesto— la nación. Estas imágenes dialogan con otras representaciones de la patria, mostrando territorios imaginados y violentamente idealizados, e invitándonos a reconocernos en los vestigios de conflicto, imposición y resistencia que aún laten en nuestro paisaje.

La obra de Julia Díaz presenta dos figuras: un personaje de mayor tamaño, con rostro gris y cuerpo negro, y un infante también con rostro gris. Esta escena refiere al trabajo en el mercado a través de figuras que transportan naranjas, pero la obra fue realizada en 1983 en los años de la guerra civil de El Salvador, lo cual nos permite relacionar el drama de la escena con el drama cotidiano de esa época. Mientras que la fotografía de La Prensa Gráfica documenta el éxodo forzado en 1979 años previos a la guerra. Ambas imágenes establecen un símil entre las cargas físicas y las cargas emocionales, sociales y económicas que el pueblo salvadoreño arrastró en aquel convulso periodo. La presencia de niños en ambos registros subraya que las nuevas generaciones también heredan este drama histórico: la violencia se materializa en las cargas quizás como símbolo de resignación y memoria colectiva. Así, pintura y fotografía documentan y expresan el mismo doloroso legado que, como “hijos de la guerra”, aún llevamos con nosotros.

La fotografía muestra el ataque a la población sufrido durante el entierro de Monseñor Romero. Junto a ella, la pintura de Oscar Soles, es un grito ahogado y perpetuo, su textura gruesa y áspera resulta incómoda e incluso dolorosa al tacto, evocando la violencia silente. La fotografía es un recuerdo doloroso a los años de guerra, es una cicatriz en la memoria de la población salvadoreña. Una intimidante y arrogante demostración de poder. Muestra un pueblo oprimido, silenciado, asesinado, aprisionado por la violencia, por la fuerza y la brutalidad de los bandos enfrentados -pero también por su historia-. Juntas, ambas imágenes encarnan una emoción contenida y una frustración histórica: una herida abierta que se reabre con cada acto de violencia que se repite sin que aprendamos la lección.

La obra de César Menéndez muestra una paloma blanca que se disuelve en fragmentos, un eco poético de la fragilidad de la paz. Junto a ella, la fotografía de la escultura “El Salvador del Mundo” hecha trizas tras el terremoto de 1986 se convierte en una irónica metáfora de la violencia sociopolítica de los ochenta. Ambas piezas, creadas en la misma década, dialogan sobre ese momento histórico, evidenciando la pérdida de esperanza y seguridad: el monumento destruido refleja la fragmentación de la nación, mientras que la paloma diluida en el fondo encarna la desaparición de la paz.

La obra de Carlos Cañas “¿Dónde pues la paz?, sobre los Acuerdos de Paz de 1992 captura el sentimiento ambivalente de la población salvadoreña en aquel momento: un grupo de personas expectantes con un color verde que invade todo el lienzo, metáfora de la esperanza, pero con una pasividad que revela la incredulidad ante la promesa del fin del conflicto. Junto a ella, la fotografía de Alfredo Cristiani—entonces presidente de la República— firmando el acuerdo de paz. Ambas imágenes funcionan como estampas complementarias del instante histórico: la pintura expresa la tensión emocional colectiva y la fotografía documenta el momento culmen del acuerdo.

Esta composición muestra cómo la violencia de la guerra persiste hasta los años noventa y principios de los 2000 en la juventud salvadoreña. La fotografía de jóvenes pintando consignas durante el conflicto armado ilustra su rebeldía y los movimientos sociopolíticos de ese momento, pero también evidencia que, décadas después, las políticas públicas no han resuelto los problemas estructurales. William Chilin, con su obra Hipnosis Colectiva (1994), evoca un circo que simboliza los vaivenes políticos —irónicos y absurdos— que perpetúan errores históricos.

El eco de aquella violencia resuena en la imagen de Mario Belloso empuñando un fusil en 2006, cuando durante una protesta asesinó a dos policías frente a la Universidad de El Salvador, un bastión ideológico e intelectual de la izquierda en la guerra. Finalmente, Ángel del Profeta (1998) de Mayra Barraza, una de las primeras referencias artísticas al fenómeno de las pandillas, apunta al nuevo rostro de la violencia en el país a fines de los noventa y principios del siglo XXI.

La obra de Hugo Rivas alude con contundencia a una nación marcada por la violencia, al reemplazar los laureles del escudo patrio por cuchillos como arma blanca. Junto a ella, una fotografía impactante recuerda la masacre de 2010, cuando pandilleros incendiaron un microbús con 17 personas en su interior, un método de coerción empleado contra el gobierno y los transportistas en las primeras décadas del siglo XXI. Ambas imágenes, crudas y contundentes, muestran cómo la violencia se ha convertido en una herramienta político-social y, lamentablemente, en parte de nuestra identidad nacional.

La caricatura de Ruz de 2017, aunque apareció décadas después de los Acuerdos de Paz, sigue siendo atemporal: la violencia continúa siendo el pan de cada día para salvadoreñas y salvadoreños. Junto a ella, la fotografía muestra a una persona vinculada a las pandillas recibiendo la comunión, reflejo de la búsqueda de la paz personal. Desde la perspectiva cristiana, cualquiera puede arrepentirse y cambiar, pero la ironía de esa imagen subraya y actualiza el diálogo de la caricatura de Ruz.

La pintura “Don Roberto” de Antonio Cañas forma parte de una serie de retratos de personas en situación de calle. Cañas narra la trágica historia de Don Roberto, atropellado junto a su hija —quien falleció— y desalentado de presentar denuncia contra el responsable, un personaje con influencia política y económica. Este abuso de poder sumió a Don Roberto en el alcoholismo que lo condujo a la indigencia y, finalmente, a la muerte. Junto a la obra, la fotografía de una caravana migrante expone la desesperación de miles de salvadoreños que, ante la violencia, la injusticia y la falta de oportunidades, emprenden un éxodo colectivo hacia Estados Unidos. Ambas imágenes revelan poblaciones vulnerables cuyas vidas dramáticas evidencian un país que empuja a muchos al límite —a abandonar su hogar o, incluso, su propia existencia— ante la imposibilidad de vivir dignamente.

La obra de Miguel Membreño imagina un El Salvador postapocalíptico con la estética de un videojuego al estilo The Last of Us, mientras que la fotografía documenta una inundación en el centro de San Salvador por la crecida de un río durante una tormenta. El drama de las familias que año tras año deben lidiar con esta situación supera la ficción distópica del artista, haciendo tangible la máxima “la realidad supera la ficción”. Esta tensión visual no solo pone de relieve la fuerza de los fenómenos naturales, sino también sus implicaciones sociales, políticas y económicas, y dialoga con la mirada de Membreño que reflexiona a través de su obra, sobre el futuro de las nuevas generaciones y las problemáticas actuales.

La obra de Gerardo Gómez, realizada en mayo de 2020, captura la experiencia de la pandemia a través del aumento dramático de precios de alimentos, el morbo televisivo de los decesos y la máscara iluminada como símbolo casi celestial de salvación. Esta visión se enriquece con la fotografía de militares con mascarillas que custodian fronteras interiores, encarnando el drama, el peligro y el afán de control que marcaron aquel periodo. Ambas imágenes evidencian el miedo colectivo y las tensiones sociales, políticas y sanitarias que definieron la cotidianidad pandémica.

Durante el régimen iniciado en el primer mandato de Nayib Bukele, se desplegó un operativo militarizado para desarticular las pandillas y reforzar a la PNC, lo que derivó en la persecución de personas simplemente “relacionables” con estos grupos. La fotografía documenta la presencia de botas militares que simbolizan el control territorial y la fuerza estatal. En ese contexto, el grafiti borrado en las calles de San Salvador —un autorretrato del artista, que no forma parte de dichos grupos— fue censurado por su supuesta alusión a pandilleros, cuando en realidad forma parte de un imaginario visual urbano y juvenil. Este gesto pone de manifiesto una persecución no solo física, sino también ideológica y visual, al coartar cualquier representación que pudiera interpretarse como “propagación” de los ideales de dichos colectivos.

Las obras de Rodrigo Dada y Alejandra Paz nos permiten reflexionar sobre la migración a través de territorios inquietantes. Paz evoca el mar como vía de escape hacia otros horizontes al sobreponer la palabra “land-scape”, mientras que Dada refleja la figura de un niño en la arena, aludiendo sutilmente a los desiertos que muchos cruzan en migraciones ilegales rumbo a EE. UU. Ambos artistas, radicados en el extranjero, trasladan esa tensión al contexto salvadoreño: la fotografía que acompaña estas piezas documenta los frecuentes deslizamientos en la Carretera de Los Chorros, recordándonos el peligro real de nuestro territorio y la insuficiente capacidad de las autoridades para garantizar una vida digna y segura.

En la fotografía, tomada como homenaje a la beatificación de Monseñor Romero, se enaltece al primer santo de nuestro país. La obra de Óscar Kein fusiona la icónica escultura “El Salvador del Mundo” con la figura de John Wick, héroe infatigable de la cultura pop que, pese a resultar malherido, siempre emerge victorioso. Ambas imágenes nos invitan a reflexionar sobre el esfuerzo, la resiliencia y la tenacidad de los y las salvadoreñas, quienes han afrontado enormes y constantes adversidades a lo largo de la historia —documentadas en pinturas, fotografías y crónicas de La Prensa Gráfica— y, aún así, continúan avanzando. Frente a la más profunda oscuridad, surgen figuras luminosas como Monseñor Romero, cuyo ejemplo trasciende épocas y alumbra el camino de las nuevas generaciones.