Tripear y destripear

Pedro Romero Irula

I

No recuerdo en qué momento me desmayé. Para entonces ya no podía hablar y estaba tan bola que sentía los miembros entumecidos. Solo sé que en algún punto de la noche, ya en las horas muertas del vacil, me desperté llena de una angustia corporal, con tremendas ganas de vomitar. Hasta donde sabía, me había despertado en el inframundo. Alguien había dejado la tele encendida y esa luz iluminaba los cuerpos de mis amigos, reventados e inconscientes como yo, más allá de cualquier evento en este plano de la realidad. Creo que aún había música sonando. El reproductor automático tiraba rolas perdidas en las profundidades del internet que nadie nunca visita. Eran sonidos muertos, como si una banda intentara tocar con instrumentos sumergidos bajo el mar por años, cubiertos de percebes y esas cochinadas que viven en el agua. O puede ser tan sólo que yo no estaba como para escuchar música en ese momento. Me arrastré como pude al baño, me derrumbé sobre la taza del inodoro (quiero imaginarla limpia e intacta, como cuando la casa amarilla era nueva) y dejé que las arcadas vinieran. Sentí que algo me rompía el pecho. Era como si intentara expulsar una cosa dura y metálica, más grande incluso que mi torso, que pasaba raspando mi esófago hasta reventarlo. Asumí que eso era mi muerte. Pero el desgarro se repitió hasta cinco veces y yo ni siquiera me desmayaba. Al sexto intento brotó por fin un chorro caliente, espeso, como si vomitara cemento, que antes de muchas transmutaciones había sido las comidas de un día y una cantidad estúpida de guaro. Cuando esa cosa me abandonó y se escabulló por las aguas negras de la colonia Miramonte, me deslicé del inodoro y caí boca abajo en el baño de la casa amarilla. No podía moverme. Mis sentidos se apagaban. Me cagaba de frío. Entonces, percibí, alguien se movía por la casa, con gran torpeza, por lo menos tan a verga como yo lo había estado antes de vomitar, botando a su paso muchas cosas, como alertando a los caídos. Escuché que alguien cambiaba la música. Ponía una canción, la dejaba sonar unos segundos, la cambiaba, la quitaba, buscaba algo que no aparecía. Entonces, del estéreo, atravesando gruesas capas de estática (mi conciencia, pensé, mi mente sobria recorre la misma distancia en estos momentos desamparados), provino una voz. Hola. ¿Hola? Hola. Mi nombre es Rosa. Tengo 21 años y soy de Early Sívar. Algo me está haciendo daño. Algo me está matando. Algo me mató. Por favor avísenle a mi mamá. Díganle adónde estoy.

Y bien, eso fue suficiente para que me desmayara otra vez.

II

Es ridícula la cantidad de estereotipos que resultan ciertos cuando vas a terapia. Es como si tuvieran una lista llena de lugares comunes a cumplir. Supongo que, a fin de cuentas, no me puedo quejar tanto. Estoy hablando de una clínica universitaria, donde te atienden los estudiantes de psicología. De seguro se reparten los pacientes jugando piedra, papel o tijera. Claro que cuando empecé a ir a terapia, estaba tan mal que todas esas cosas me parecían encantadoras. Estaba guindado del palo de una manera figurativa, es decir, tenía la mente desarmada y llena de mierda por todas partes, y estaba a punto de guindarme del palo en el sentido literal.

Para empezar, había dejado de tomar. O más bien no podía tomar. Si me empinaba un trago de birria, una angustia espantosa se apoderaba de mí. Algo, digamos, se derrumbaba en el mundo, y yo no sabía qué era esa cosa, pero la perdición inminente se volvía cada vez más certera. Y con el guaro era peor. No podía ni ver una botella de ron. Una vez, en el súper, entré por error al pasillo del chupe y por poco me morí. Mi cuerpo dejó de responder, todas las funciones importantes se apagaron, solo mi conciencia quedó flotando en una nube de terror, como cuando en una película de miedo el monstruo se aparece en un lugar oscuro, la música se calla y uno no quiere ver cuando el cabrón salta hacia la cámara. Entonces atiné a cerrar los ojos. Tan pronto como lo hice, en mi interior, supongo, aunque no me parecía una visión interior en lo absoluto, reventaron unos destellos tremendos, unos auténticos bombazos de luz que me tostaron la vista, un resplandor intenso y puro, sin temperatura ni ruido, que me causaba aún más angustia.

Recobré la conciencia en la cafetería del súper. Un maitro que dijo ser doctor evitó que me pusiera de pie y sobándome el hombro me reveló que mi mamá estaba en camino, que había encontrado el número en mi teléfono y se había tomado la libertad de blablablá. Reparé en los dos tapones de papel higiénico, empapados de sangre, que me adornaban la nariz. Un grupito de curiosos lanzaba preguntas y comentarios que yo escuchaba como si hablaran, por decir algo, en náhuatl. Un listillo de mi edad, periodista de un chismógrafo digital de nota roja y curiosidades, se disponía a rellenar conmigo su nota diaria, tomando fotos por aquí y haciendo preguntitas morbosas por acá. “Le agarra la comemierda en el súper a bicho de Middle Sívar”. El vigilante manoseaba su escopeta mientras contemplaba la escena en total arrobamiento. Una señora de aspecto evangélico se acercó a mí con una sonrisa y me entregó un paquete de salpores y una lata de coca cola. Ay, mi muchachito, tenga. Para entonces ya podía mover la boca, al menos de manera rudimentaria, y creo que le sonreí mientras movía la cabeza. Escuché que el doctor hablaba de convulsiones, de epilepsia, de un montón de enfermedades que no relacioné conmigo, como si intentara nada más entretener a la audiencia. Entonces se me apareció por primera vez el viejo. El ruido de la cafetería retrocedió, como cediendo su lugar a algo, las cosas perdieron su definición, se volvían borrosas, yo mismo sentía que me movía hacia afuera de mi cuerpo, que ahora era un títere, y mi conciencia atarantada la mano que lo mueve, y mientras todo se confundía en ese alejamiento, vi que un viejo alto, oscuro como un diablo y delgado en extremo, me clavaba la vista medio escondido tras una torre de bolsas de frijoles. Solo la mitad de su cara rabiosa se adivinaba por el estante. Entonces me dirigió un gesto de impaciencia. Parecía decir qué esperás, pues, por qué te estás haciendo el maje, no ves que la vamos a cagar.

Y la cafetería regresó de golpe, el viejo se esfumó, yo me sentí como una liga de caucho que se suelta tras ser estirada al máximo. No pude más que deslizarme de la silla, caer en cuatro patas y vomitar como nunca en la vida, ay, expulsé una fuente casi horizontal de bofe rojo y ardiente.

Creo que mi mamá paniqueó más que yo. Me llevó al hospital y todo el rollo. Pasé quizás una semana bajo la tutela turbia de los doctores del Seguro Social. Si no estaba enfermo ya, sus secuaces, las enfermeras, se esforzaron en conseguir infectarme de algo. Esos hospitales me parecían lugares que se podían podrir como una fruta, edificios descompuestos donde trabajaban viejos escuadroneros torturando a pobres gusanos idiotas como yo. No encontraban nada, los resultados de las pruebas estarían listos en febrero de 2666 y yo me ponía cada vez peor, sobre todo cuando me parecía divisar al viejo en algún momento de mi rutina. Siempre, en medio de otra gente vendada y partida en dos por el dolor, destacaba por unos segundos la silueta macilenta del viejo emputado, y por el rabillo del ojo podía adivinar sus reclamos impacientes.

Y también en los asientos del bus, en los pasillos de la universidad, en la fila de los Chorys, en los retenes vestido de policía, posado en las ramas de los árboles de Middle Sívar como un murciélago enorme de ojos locos y brillantes.

Por supuesto que nadie más veía al viejo. En algún punto de esas fechas, además, me peleé con X, ya para entonces mi último amigo, quien un día me detuvo en la universidad para reclamarme por haber, cito sus palabras, renunciado al vacil. Me pareció que también estaba mal, pero no peor que yo. Me tachó de traidor y de culero. En un momento le estampé una pechada, listo para después lanzarme encima de él y molerlo a vergazos. Entonces, detrás de los baños, cerrados con una puerta de barrotes, como la de una celda, se asomó el viejo. Era tan delgado que a lo mejor podía salir por los huecos de la puerta. Y puso su mano negra entre los huecos y golpeó con los nudillos los barrotes. Un terror galvánico me paralizó. Ya había estudiantes congregados a nuestro derredor, ávidos de pelea, los vigilantes se aproximaban montados en bicicletas y hablando en su dialecto arrastrado mediante sus radios portátiles. X, lo vi, también se había detenido, y tenía los ojos clavados en la puerta del baño, y supe que también vio algo. Luego nos separamos y yo me dirigí a la clínica a solicitar la terapia gratuita de la que hablaba al principio.

Me atendió Marcela, una estudiante tan sólo un poco menos nerviosa que yo. En las manos tenía un fólder con los papeles llenos de alucinaciones e insanias que había escrito con la esperanza de que me concedieran la terapia. Estábamos encerrados en un cuarto diminuto, no más grande que un baño, donde un aire acondicionado rugía con empeño. Había un par de sillones endurecidos por el polvo y el frío, además de una mesita con un bonsái plastificado por el descuido y una ominosa caja de pañuelos de papel. Sentate donde querás, vos ponete cómodo, me dijo Marcela. Sonreía como suplicándome que no me fuera a desquiciar desde la primera cita. Yo tuve la certeza de que estaba interpretando hasta los segundos que me tardaba en decidir adónde acomodarme. Si el viejo llegaba a aparecerse en ese cubículo en plena terapia, no iba a soportarlo. Pero no llegó.

Marcela se presentó, era estudiante de último año de Psicología, estaba entusiasmada por trabajar conmigo en la terapia, repitió unas seis veces que frente a ella podía ser todo lo franco que quisiera. Hablamos sobre mi mamá, sobre mi hermano mayor, sobre mi vida universitaria, mi vida sexual y otro montón de cosas que en otro momento no habrían sido trivialidades. Respondí sus preguntas a quemarropa, con urgencia por aterrizar por fin en la situación del viejo y los ataques provocados por el guaro, pero Marcela mantenía un pulso de acero sobre el ritmo del interrogatorio: solo generalidades, los aspectos más reales y concretos de mi vida, nada que, según creía yo en ese momento, me dijera quién putas era ese viejo que me seguía a todas partes. Casi al final, me permitió hacerle preguntas.

¿Creés en apariciones?, le pregunté. Le sobrevino una tos repentina que aprovechó para ordenar sus pensamientos.

¿Apariciones como las de la Virgen María?

No, dije yo, no sé, te hablo de apariciones a secas, cosas que te salen al encuentro, supongo que la Virgen también cuenta.

Marcela mordió el borrador de su lápiz con ahínco. ¿Vos creés en apariciones?

No estoy seguro, le respondí, tan sólo quiero saber cuáles cosas son posibles y cuáles no.

Suspiró con una risa tensa y mientras escribía con tremenda velocidad en unos papeles sueltos comentó algo como: qué pregunta, o buena pregunta, o qué pregunta tan filosófica. Entonces vio el reloj, anunció que seguiríamos hablando del tema en la próxima sesión, me agradeció la confianza, me indicó que ejercitara mi memoria para profundizar en la terapia y abrió la puerta.

Transcurrió una semana sin más apariciones del viejo. Tenía el presentimiento, sin embargo, de que él rondaba invisible por donde yo anduviera, que había asumido la forma de un soplo o de un murmullo que sólo yo podía distinguir. Y entonces empezaron las llamadas. A las tres de la mañana, a la hora de los embrujos, a la hora de la muerte (o la resurrección) de los vaciles, el timbre de mi teléfono resonaba siniestro a través del silencio espantoso de mi casa, la casa amarilla (la casa de las transfiguraciones), como empujado por manos enemigas, y yo saltaba de mi cama, a punto de entrar en pánico sin motivo, pasaba sin encender las luces frente a los espejos de mi casa, desde donde me vigilaban miradas terribles, vigías del mundo invisible, hasta que en la mesa del comedor, donde el aparato reposaba bajo el influjo directo de la luz de la luna, lo tomaba y contestaba: Aló. Y era por gusto. Al otro lado nunca me escuchaban. A veces se trataba de una maitra angustiada hasta la cólera, otras una bicha de voz ronca, o un tipo que hablaba en tono constipado. Los tres querían hablar con una segunda bicha llamada Rosa, que al parecer había ido a un patín bajo la promesa de regresar a casa tempranísimo y a estas terribles alturas de la madrugada no daba señales de vida. En ocasiones la maitra rompía en llanto y se descosía en un monólogo incomprensible, lleno de mocos y requiebros, del que yo entendía muy poco, excepto que la llamada Rosa estaba enferma de algo delicado que no podía descuidarse, y por más que yo me afanara en aprestarme en su ayuda, ella no escuchaba mis ofrecimientos ni mis tartamudeos de consolación. A veces, además, me daba la impresión de que todo lo que ella escuchaba de mi lado de la llamada eran ruidos de vacil.

Mona pendeja descarada, estallaba en ocasiones la señora, con más aflicción que cólera. No te da pena hablarle a tu nana con todo ese jelengue detrás. ¡Deciles que le bajen a la música! Y solo bichos se oyen ahí, Rosa. Cuando te doy permiso de salir no es para que andés poniéndote a verga con hombres. Te me venís ya a la casa, antes de que pase cualquier cosa. Rosa. ¡Rosa! ¡Decime algo, Rosa! ¿Aló? ¿Aló? Buenas noches, soy la mamá de Rosa. De Rosa. ¿Ella está bien? Comuníquemela, por favor. ¿Aló? ¿Adónde están? ¿Adónde tienen a mi hija? ¡Dígame algo, por la gran puta! Respóndame.

Misterios, inferencias. Se cruzaban las llamadas en el pasaje, una tormenta solar alborotaba las ondas telefónicas, el viejo encaramado en los postes de luz frente a la casa amarilla me enviaba por joder mensajes de terceras personas, en algún punto de Middle Sívar se abría un portal al inframundo de las desaparecidas de la ciudad.

Entendí que, por otra parte, Voz Ronca era la hermana de Rosa. Guardaban una gran complicidad, se trataban de “maje” y siempre le ofrecía a Rosa mantener el secreto de su ubicación. No le voy a decir a mi mamá, solo decime adónde estás. Por fa. Si no querés, no te voy a ir a buscar, maje, pero porfa decime dónde estás. Vos sabés que está peligroso ahorita. Ya hablaste con el señor, ya deberías saber. ¿Maje, estás bien? Puta, Rosa. A la puta con vos, Rosa.

Constipado quizás era el novio de Rosa, aunque llamarle novio a lo mejor no resulte tan exacto. Él casi nunca llamaba, y cuando lo hacía, lo más común es que terminara chillando bajo presión, a sorbidos, reprimiendo el llanto. Solo de escucharlo daba dolor de cabeza. Me daba la impresión de que a Constipado le gustaba Rosa, y si aquello era recíproco, lo era tan sólo de una manera desigual, donde Constipado llevaba siempre las de perder. Pero ya bien pensado, era Rosa quien siempre llevaba las de perder.

Una mañana me atreví a devolver una de las llamadas. El número que usted marcó está fuera de servicio. No me esperaba otra cosa. Había caído la noche de los tiempos en mi pequeño reino de Middle Sívar. ¿En qué momento las cosas se empezaron a desquiciar? Me cansaba vivir en un estado donde me asaltaban sensaciones para las que nunca tenía palabras precisas. Todo esto me empujó a actos igual de desaforados: rezar, por ejemplo. A manera de mantra, casi sin darme cuenta, repetía un estribillo de súplica: enseñame a preocuparme y a no preocuparme, enseñame a quedarme sentado y quietecito. No le hablaba a nadie en específico, claro, y como sucede en esos casos, nadie me respondió.

III

Después del vacil en la casa amarilla, a mi familia, casi por turnos, le dio por soñar que me moría. Mi papá me vio colgando de la rama dorada de un árbol del parque de la colonia mientras unas sombras encapuchadas me sacudían como a una piñata y emitían unos chillidos de alegría perversa. Mi mamá soñó que un pájaro del tamaño de un caballo se lanzaba sobre mí como un misil y me abría la garganta con garras idénticas a cuchillos de caza. Y en la versión de mi hermana, yo huía de un enemigo a través de un bosque oscuro, con tan mala suerte que caía en una trampa, una especie de cisterna hondísima de paredes lisas que se llenaba de agua por medio de canales invisibles: el eco, al parecer, esparcía mis gritos por todo el bosque, sin que una sola persona acudiera en mi ayuda. Todas esas cosas tenían a bien contarlas a la hora de la cena, la única comida que hacíamos juntos, mientras yo me llevaba una cucharada de frijoles a la boca abierta. Supongo que el trabajo o el colegio o la universidad eran temas aburridos. (Lo eran.) Yo, por mi parte, dormía bien, sobre todo cuando me daba un par de toques en mi cuarto, y nada había cambiado mucho en mi vida, excepto la frecuencia de los vaciles con mis amigos.

Ellos también se mandaban a la mierda con gran empeño. Era como si algo los hubiera traumado durante el vacil de la casa amarilla. Pero yo tomé lo mismo que ellos, me reventé tanto o más que todos, obtuve las mismas lagunas en la memoria, pero al día siguiente ni siquiera tenía una goma demasiado incapacitante. Tras un breve asalto a la cocina de Q, donde no hallé gran cosa, me recuperé, y en el bus de regreso a mi casa, vacío en la mañana de domingo, mientras el viento que yo percibía helado le devolvía la forma a mi cara, me sentí perfecto, vuelto a crear, tan feliz como aquella canción que dice where is my mind, where is my mind.

Luego vino el Diablo, según mi mamá. Ella ni siquiera era religiosa. Era más bien el tipo de persona que dice “gracias a Dios” y “primero Dios” por pura costumbre. Pero un día se le ocurrió que el Diablo me perseguía. Por las noches la angustiaban pesadillas que prefería no contarnos. Regresaba a casa del trabajo ojerosa y echando pestes contra mi música, tildándola de perversa y diabólica y malintencionada. A mí me sacaba de quicio. A veces, muy ocasionalmente, sin embargo, yo también veía cosas extrañas en la casa. Estoy hablando de las mismas mierdas que pasaban en la casa amarilla, pero ese era un lugar extraño donde las dimensiones naturales del ser humano se combaban, como los mejores pases filtrados de un partido de fútbol, y mi casa era una casa normal, una pieza más de la hilera que conformaba uno de tantos pasajes de una colonia de Deep Sívar. O de la frontera entre Deep Sívar y Middle Sívar. Por momentos, veíamos siluetas atravesar el pasillo central de la casa hacia mi cuarto, donde no había nadie. Mi hermana me clavaba la vista y yo me cruzaba de hombros, como diciéndole, Sonia, no es tu pedo, así como tampoco es el mío. Y me marchaba al parque a tostar.

El colmo llegó una noche en la que yo me había ido de zumba. El amigo de un amigo recién venía de Guatemala y quería ver qué tanta intensidad soportaban los patines en los chupaderos de Middle Sívar. El tipo de seguro andaba metido en algo turbio porque tenía pilas de dinero. Cantidades obscenas de billetes y tarjetas de crédito de color negro amenazante. Invitó a todo el bar a varias rondas de Regia y le soltaba propinas a los meseros cada vez que se aparecían por la mesa, que ya estaba repleta del guaro y la birria y las bocas que él había pagado. En algún momento pensé que el chapín iba a tener que matarse después de la fiesta, que iba a arrojarse de la terraza del bar donde estábamos. Ni siquiera recuerdo su nombre. Byron, o una cosa así. En algún punto de la noche dejé de recordar las cosas como es debido y después de un tramo de escenas inconexas, desordenadas, amanecí en la casa de mi amigo, el que me invitó al vacil, adolorido y magullado, como si hubiera rodado cuesta abajo en alguna ladera empinada o como si el chapín me hubiera pagado por usarme de saco de boxeo. Mi amigo también se veía mal. Me preparó un café. Encontré unas veinte llamadas de mi mamá en el teléfono, todas ignoradas. Solo con notarlo empeoró mi goma. Pero me lo tomé con calma: un desvergue a la vez, como los Alcohólicos Anónimos, y decidí recuperar fuerzas antes de enfrentar la segura puteada que me esperaba en casa.

Al llegar, mi mamá me abrazó y lloró un poco, parecía cansada, como convaleciente después de un gran esfuerzo, y me dijo que la noche anterior había escuchado unos ruidos siniestros que provenían de mi cuarto en la oscuridad cerrada (todas las luces, incluso las que acostumbramos dejar encendidas por las noches, estaban apagadas), y ella se levantó con un miedo tremendo, lo que le dio a entender que iba a tener un encuentro tardío con el enemigo, y encontró mi puerta abierta en un ángulo perverso, como si un espíritu de malicia la invitara a entrar, y bien, ella entró, valiente como es, y un gruñido violento la paralizó en el umbral de la puerta, de tal manera que sólo atinó a lanzar un manotazo contra el interruptor, y al encenderse el foco descubrió a un perro enorme, casi un lobo, de inmundo pelo negro, en el proceso de desbaratar mi cama, daba la impresión de que aquello había surgido de un pantano o un charco lodoso, y el animal gruñía a la vez que mordía el aire con un clac terrible, metálico, y se arrojaba a las paredes y sobre el colchón, a lo mejor sacudiéndose de encima algo que no podía soportar, y entonces mi mamá hizo lo más lógico y dio un alarido, tras lo cual el perro pareció lanzarse sobre ella, pero en realidad buscaba sólo la salida de mi cuarto, y cruzó la sala como un viento maligno y salió al patio (la puerta estaba abierta de par en par), donde desapareció. Para entonces mi papá y la Sonia ya estaban junto a ella y, en efecto, habían visto ellos mismos la sombra negra que había escapado de mi cuarto.

El Diablo, explicó mi mamá, me andaba buscando y había escogido, por fortuna, la noche equivocada para reclamarme. La Sonia me miró diciéndome, bueno, Z, ahora ya es tu pedo. Tenía razón.

 

IV

Me morí una vez. Tuve una reacción alérgica violenta en medio de una cena familiar. Creo que no fue la comida, que no era nada del otro mundo, tamales o algo así, sino el monte con el que me di un toque en el baño, mientras todos estaban distraídos. Me ardió en la garganta y me secó la boca de golpe. Sabía como una imitación química del olor de los mangos podridos, reventados y llenos de gusanos, un olor que se siente por toda Tecla cuando termina la Semana Santa. Por entonces yo era un bicho de unos quince años. Lo recuerdo todo con claridad. Los gritos de mis parientes se escuchaban en segundo plano. En el carro, mientras mi mamá cedía a la angustia, yo me ponía azul y la garganta se me cerraba, como si alguien volcara grava hasta rellenar mi tráquea entera. Supe que me iba a morir y me resigné a mi suerte. No tardé gran cosa en palmarla. Mi mamá tuvo que insistir a los doctores en el hospital para que me salvaran. Les costó lo suyo, pero lo lograron después de unos minutos. Las enfermeras se veían un poco fastidiadas, un poco divertidas. Desde entonces, el tiempo corre para mí diez veces más rápido.

Muchas veces, cuando cuento esta historia, me preguntan si recuerdo algo de la muerte y respondo que no. Pero sí lo recuerdo. Es que no es una gran revelación. Nada de túneles gloriosos ni juicios en lugares sobrenaturales ni fusiones tremendas con los cimientos gigantescos del universo. Apenas una negrura consciente, un sólido color negro, no total sino que a contraluz, como cuando uno cierra los ojos bajo una lámpara fluorescente. No se me ocurre algo más aburrido. Parece que todo lo divertido se queda de este lado. Me tardé un par de días en hacer las paces con esa idea, pero lo logré. Por eso, creo, sentí hasta tristeza cuando me enteré por terceros que a este dealer nefasto se lo habían quebrado en un motel de la carretera al puerto durante mi convalecencia. Era un bicho guapito con el pelo muy corto. Mal carácter, además. Se hacía llamar Q. De él cuentan muchas cosas (que se loqueó en un vacil, que lo asustaban malos espíritus, que pasó semanas en bartolinas después de que sus amigos más cercanos desaparecieran uno por uno, directo a la negrura), pero la gente hace eso con los muertos.

Benjamín Cañas (1933)
La violación o El último desayuno